Recuerdo cuando tenía apenas 13 años y un chaval de mi clase, alto y ya formado, comenzó a tomarla conmigo en el recreo y en clase. El chaval se dedicaba, entre otras cosas, a escupirme bolitas de papel, darme collejas, agarrarme de la mochila o lanzarme por los aires; en fin, lo normal a esa edad llena de hormonas y sin mucho cerebro entre las orejas.
Lo que por regla general caracteriza a los abusones es dedicar su existencia a sentirse mejor que los demás a base de colocarles, mediante humillaciones y frases que buscan herir, que el otro se sienta poco menos que en un escalón menor en la escala social. Que el “más débil” crea que no merece más que el que le grita, golpea e insulta, que es el “más fuerte”, y así permanezca callado en el lugar señalado por las circunstancias como suyo.
Pero el mundo sigue girando y colocando las piezas en nuevos lugares, muchas veces no tan alejados de las reglas generales escritas antaño, porque ya se sabe que aunque la sociedad evolucione o cambie, las reglas y directrices pocas veces son diferentes del todo. Muy pocas veces. Sólo tenéis que fijaros en quienes son ahora aquellos que creen tener el poder suficiente como para sentirse por encima de los demás o superiores al nivel de creer que la pleitesía y la obediencia es lo que debe regalarle el mundo cada vez que salen a la calle a malgastar oxígeno: los que usan palabras acabadas en –ista.
Ya sabéis: las “mujeres” que cuando se dan cuenta de que los argumentos se les acaba y la verdad les devora usan la palabra machista; los extranjeros que cuando se dan cuenta de que las reglas de comportamiento y de orden deberían ser respetadas por ellos también usan el termino racista. Ya sabéis: excrementos humanos de este tipo.
Hemos llegado a un punto de descontrol moral, de falsa superioridad escupida en nuestras caras por los mismos políticos, periodistas y famosos esclavos del dinero e inversiones ajenas que nada tienen que ver con su talento o inteligencia, que muchos estúpidos amantes de las palabras acabadas en –ista andan por la calle mirándonos a los demás por encima del hombro encontrando, con suerte para ellos, la mayor de las indiferencias o la misma atención que tendría un perro cagando en alguna esquina. Hasta que, inevitablemente, se acaban cruzando con quienes están hartos, hasta los mismísimos cojones, de tragar y de verles con esa flor de plástico medio chamuscada que tienen metida en el culo, y entonces reciben su merecido en forma de palabras, actos, votos o, algún día llegará, violencia idéntica a la recibida. Porque los –istas tienen que aprender de algún modo la regla de oro que a nadie se le olvida al salir del colegio o instituto: los abusones son sólo unos pobres desgraciados medio gilipollas sin amor propio que necesitan pisar a los demás para olvidarse que no valen ni para dar de comer a los gusanos.
¿Cuántas veces os han llamado algún –ista personas que apenas tienen tres neuronas medio decentes para saber andar y no cagarse a la vez?, ¿a cuántos de los becerros amantes del feminismo rancio o los que callan cuando quienes violan o roban son menas habéis contestado como merecían?
¿Cuántas manzanas podridas quedan por recoger antes de que las demás se den cuenta de lo llena de moho que tienen la cabeza?