A veces lo mejor que podemos hacer en la vida es no hablar, permaneciendo muy callados y escuchando con atención lo que se dice a nuestro lado. Analizando cada palabra, buscando cada contexto y motivo que lleva a los demás a expresarse de un modo o de otro y, tras esto y con aún más calma, sacar una conclusión independiente, propia, sin miedos y, sobre todo, argumentada.
Solo así, en mi opinión, alguien puede decirle a otro alguien qué puede y qué no puede decir, dónde debería o no debería meterse, y lo más importante: si de verdad vale la pena o no meterse en algunos fregados.
Y como, a decir verdad, todos y cada uno de los que me han contestado alguna vez no han tenido ninguna de estas características, o directamente han salido con panfletos o frases manidas o tergiversaciones (me gustaría pensar que sin ninguna maldad tras ellas, sino un completo desconocimiento del tema en cuestión), pues aquí sigo, diciendo lo que quiero y esperando el día en que cualquiera de mis frases haga que un nuevo séquito de borregos sin cerebro, de peones con un amo al que lamerle las botas a la espera de poder subir en el escalafón de los sicarios iletrados, me denuncien en bloque por redes y me dejen sin Facebook. Porque, seamos sinceros, ¿de verdad creéis que alguien me va a decir nada de eso a la cara?, ¿que van a tratar de decirme en persona o de debatirme cualquier cosa lejos de sus teclados? Ni por asomo, por la simple y llana razón de que no funcionan así, no saben ser de otro modo que detrás de un perfil que les da la seguridad de poder hacer “copiapega” a cualquier panfleto que les sirva de improvisado salvavidas y les salve de usar sus propias palabras. Una vez alguien lo hizo, he de ser sincero. Fue una pobre mujer que solo es una pared de frontón de sus “machos alfa”, a los cuales debería despreciar desde su “feminismo” de postal, con la esperanza de llegar a ser de verdad alguien en la vida (que lo “es”, pero en un círculo tan pequeño que incluso el de una cajera de una pequeña tienda situada dentro de un gran centro comercial tiene más amigos reales o gente que la respeta que este personaje en cuestión), y que cree que los aplausos de los que saben menos que ella (que tampoco es muy difícil) son suficientes para mirar a los demás por encima del hombro.
Que aproveche.
La felicidad de cada uno depende de los techos que esté dispuesto a tocar; por eso algunos prefieren vivir sentados.
Yo soy un bocazas, un loco, alguien que dice las cosas de la primera manera que le vienen a una cabeza llena de información de aquí y de allá, de un bando y de otro, y que no busca con sus palabras poner en su lugar a nadie ni tratar de que se “unan” a mi “bando”. Lo que yo busco con, por ejemplo, estas palabras, es la tranquilidad que me da saberme libre y seguro de mis pasos, algunos correctos y muchos erróneos, pero míos al fin y al cabo. Personales. Intransferibles y sin una red bajo mi cuerda que haya sido colocada por los que buscan en mi persona un arma que utilizar en momentos de desesperación, tras los cuales me desecharán con una brillante medalla en la solapa.
Si he de ser un arma, que sea por mi propia causa.
Si alguien quiere unirse a mí, que sea por propia voluntad.
Creerse libre no significa que lo seas. Decir que lo eres, muchísimo menos. Lo que le hace a uno libre es, como es dicho, no hablar, permanecer muy callado y escuchar con atención lo que se dice a nuestro lado. Analizando cada palabra, buscando cada contexto y motivo que lleva a los demás a expresarse de un modo o de otro y, tras esto y con aún más calma, sacar una conclusión independiente, propia, sin miedos y, sobre todo, argumentada.
¿Eres libre? No hace falta que me lo digas, solamente hazlo.