La hipocresía tolerada

Vivimos en un mundo sin memoria, en el que solamente el presente y el supuesto futuro importan y, por ende, nos parece lógico olvidar con extrema rapidez lo que hizo, dijo, prometió o garantizó alguien en el pasado. A pesar de que ello nos llevó a apoyarlo, incluso si debido a esas palabras fuimos capaces de lanzar por la borda nuestra integridad o vida, hemos llegado a un punto en el que da exactamente lo mismo.

A la mierda con eso.

Debido a esta costumbre estúpida que muchos practican, y que coincide con que los mismos que animan a llevarla a cabo se las dan después de genios en cuanto al funcionamiento del mundo, hasta el punto de pretender darnos clases de moral o de intelectualidad en nuestra forma de vivir y de relacionarnos, nuestras vidas se han convertido en una carrera de obstáculos en la que decir u opinar con argumentos y razonamientos se ha convertido en algo casi imposible, pues te lleva no solo al señalamiento o al rincón de pensar, sino que además coloca a los que tildan a los demás de “hablar solo del pasado” como policías de la verdad más absoluta, y totalitarista, con poder para inutilizar la vida de los que no van en la misma dirección que ellos señalan.

Todo mientras ondean la bandera de la democracia y la igualdad.

Esta ceguera idiota, que creen que les convierte en seres intocables, consigue, de un modo casi irrisorio, que algunos de ellos lleguen hasta el punto de hacer sin disimulo cosas tan contrarias a sus supuestos principios (que son fácilmente reconocibles porque ellos mismos se han dedicado a gritarlos a los cuatro vientos) que debería significar su inmediato sacrificio de los altares del poder, pero que por el contrario solo hace que pegarlos aún más fuerte al sillón que les han construido los mismos muertos de hambre que los han colocado en ese lugar. Porque no nos engañemos, la raza humana tiene millones de defectos, pero uno de ellos, le peor, es el de no reconocer los errores y apechugar con el jarro de agua fría que a veces nos lanza el resultado de nuestros actos.

Y así andáis muchos de vosotros, refriados cada segundo de vuestra borrega vida.

A día de hoy, los ejemplos de altos mandatarios y mamporreros del sistema que han sucumbido, con más o menos elegancia, a la gravedad y caen por el pozo de la hipocresía, son numerosos. Mayoritario. Incluso diría que son tan insultantes sus prácticas que deberían haber servido, por lo obvio y rastrero, para que la mayoría de los que chupan de la teta de nuestros impuestos estuvieran ahora mismo o entre rejas, o trabajando en lo que fuera que pudiesen ser útiles (que en la mayoría de los casos es en absolutamente nada), pero los esclavos de sus propias limitaciones intelectuales siguen dándoles poder y más poder, arrastrándose como gusanos que se creen sanguijuelas esperando a que alguna suela misericordiosa los aplaste para dejar de sufrir. La mayoría de nuestros supuestos semejantes se niegan a bajarse del burro y continúan apoyando a sus mentirosos preferidos por miedo a que, de hacer algo, sea sustituido por otro que no les acaricie tanto al hocico. Y así, por miedo a lo nuevo o a enfrentarse a la realidad, los que nos atrevemos a levantar la voz y señalar el auténtico problema de nuestros días, somos marcados como radicales, o locos, o tontos, o pertenecientes a los “extremos” tildados de “malos” por aquellos que sufren igual que nosotros, pero tienen algo que cualquiera con cerebro se niega a poseer: una mano tan metida en el culo, y que os guía y dice qué debéis decir, que tratar de expulsarla sería poco menos que un suicidio social.

La solución al problema es sencillo: que los idiotas aprendan de una vez a pensar, a razonar, a mirar y, por favor, dejen de tragarse sin respirar todo lo que sus amados reyes les etiquetan como “malo para ti, querido”. Y es que creerse una mentira es algo que todos hacemos alguna vez, pero cuando alguien te dice que el cielo es verde y tú, con la verdad en tu mano, le das la razón al candidato a líder por miedo o comodidad, lo siento amigo, pero el cáncer eres tú y tu modo de entender la vida y el amor inexistente que le tienes a tu libertad.

¿De verdad os compensa seguir callados y con la boca abierta?

Sigo sin escucharte… una pena…

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