De este arbol a aquel

Una vez mi abuelo me dijo que una ardilla podía cruzar España de una punta a la otra saltando de la copa de un árbol a otro, y cuando le pregunté porque lo decía en pasado me contestó.

─Porque somos idiotas.

Fue la primera vez que oí a mi abuelo decir una palabrota pero no fue eso lo que más me molestó, sino el hecho de que sin haber hecho nada me había convertido en un Idiota así, de golpe.

─¿Somos? ─le contesté algo extraña, y tratando de encontrar una disculpa o lo que fuera.

─Sí: tú y yo, y la abuela, tu madre desde luego, y tu padre el peor de todos. Todos somos idiotas y nos merecemos lo que pueda pasarnos. ─y ahí se acabó la conversación. Seguimos viendo las noticias, donde anunciaban el incendio de Doñana que, según el presentador, estaba siendo algo tan horroroso que casi se le saltaban las lágrimas tratando de leer con buena dicción lo que le dictaban.

De eso hace ya por lo menos veinte años, y donde estaba ese bosque ahora hay un parque de atracciones con un montón de actores fracasados disfrazados de animales extraños que salen en programas infantiles.

Lo normal en este país, vamos.

¿Por qué me he acordado ahora de este momento exacto de mi juventud?, ¿de esa tarde tan común en la que hablé con mi abuelo? Puede que sea por lo que estoy viendo, subida al camión donde estoy descansando después de casi nueve horas tratando de vencer a este fuego que devora las últimas ciento veinte hectáreas de paraje natural, que da la casualidad que estaban protegidas como antaño lo hacían con los animales en peligro de extinción (vuelvo a usar el pasado) en España.

Ser bombera es algo que desde siempre me había parecido la mejor manera de ofrecerle al Mundo una ayuda que ni la policía ni los políticos son capaces de dar. Ellos solo se llenan la boca diciendo que lo hacen todo por los demás, que ese bienestar ajeno es lo que les mueve a despertarse cada mañana, y después hacen lo que les da la gana o lo que les dicta su egoísmo o sus ideas personales antes que la necesidad de los que les piden ayuda. Los bomberos estamos hechos de otra pasta. Lo he sentido siempre en el corazón, como ahora que bombea una y otra vez, cada vez más rápido, debido a lo que sigue acercándose delante de mí. Imparable, hambriento, horroroso. Lloro porque, con las escasas fuerzas que me quedan, es lo único que puedo hacer ahora.

Nunca había estado antes en Galicia, y eso que durante años mi marido me ha insistido en venir a pasar las vacaciones aquí. Que si la comida, que si los paisajes, que si la calma de esta esquina de España es justo lo que necesitaba, pero si no era por el trabajo era porque preferí quedarme en mi casa descansando antes que tener que coger un tren o un avión, o uno de esos trastos raros que la gente llama Balas, que son como trenes pero que alcanzan los 1.000 km/h. Alguien me ofrece agua, comida o un asiento, haciendo que mis ideas se diluyan durante un segundo, pero le digo que no, que prefiero quedarme de pie, seguir de pie, al contrario que aquellos años en los podría haber venido aquí de vacaciones. Hay veces en que el cansancio no deja ni que le demos a los demás la posibilidad de ayudarnos, y después nos arrepentimos porque perdemos oportunidades de conocer nuevos lugares o vivir de verdad, igual que me pasa ahora viendo como todo desaparece, como todo se convierte en cenizas, que me da por recordar la cara de tristeza de marido aceptando que nos quedáramos en casa. Podríamos haber conocido esto cuando estaba vivo, cuando era algo más que una excusa para sacar nuestra vena solidaria o el motivo por el que llorar abrazados a nuestros seres queridos, pero jamás lo conoceré. Nunca jamás. Mierda de vida.

La llamas parecen que se unen con las nubes negras del cielo que, aunque algunos creen que anuncian lluvia, no es cierto. Esa oscuridad que las caracteriza es fruto de la muerte que las está invadiendo a cada nuevo bocado de las llamas, cada vez más rojas y fuertes, cada vez más despiadadas y mortales, que no conformes con hacer que este lado del planeta esté muerto se han puesto como reto hacer que su reflejo se convierta en el peor de todos los posibles: uno que ni con todo el esfuerzo del mundo se podrá cambiar.

─¿Lista? ─me dice Juanfran a mis espaldas.

─¿Para qué? ─digo con una tristeza que acaba de agarrarme con fuerza de la garganta y me impide pensar. Solo dejo que mi corazón hable ─, es decir, ¿ves lo mismo que yo? Esto ya no tiene solución, joder. Por mucho que hagamos o aunque consiguiéramos acabar con esta mierda todo seguiría muerto. Nada volverá a nace jamás. ¿No lo ves, Juanfran?, ¿no ves como el futuro poco a poco se está acercando a nosotros con ganas de comernos vivos?

─Tienes razón ─ese comentario no ayuda, para nada, pero al menos su voz no suena tan triste. Hay algo de vida en ella. ─, pero en ese futuro que dices seguiremos vivos y nos preguntaremos ¿qué hicimos el respecto?, y no sé tú, pero yo quiero poder mirarme al espejo sin miedo a odiarme hasta el día que me muera.

─Yo ya me odio ─un hilo de voz tan fino y quebradizo como cualquiera de las calcinadas ramas que nos rodean escapa entre mis dientes sin apenas fuerzas para ser escuchado, pero parece que Juanfran tiene muy buen oído porque asiente y, tras un par de pasos, pone su mano sobre mi hombro.

─Yo también te odio ─puto imbécil, pienso mientras me rio─, pero lo importante es que hagamos lo que esté en nuestra mano, y si podemos salvar aunque solo sea un árbol ya podré dormir con algo más de paz.

─¿Aunque solo sea un árbol?

─Aunque solo sea un puto arbusto.

Me giro al fin y le miro a la cara. La tiene completamente negra y huele a humo y a madera, y detrás de toda esa suciedad unos ojos marrones brillan con esa esperanza que solo tienen los niños la noche antes de Reyes. Cree en lo que me está diciendo, en que podemos vencer esta batalla perdida aunque todo esté en nuestra contra. Y noto como sonrío.

El agua que derramo sobre mi cara está caliente debido a que la botella que la contenía a estado demasiado tiempo tumbada sobre el techo del camión, y aunque no ha conseguido su objetivo, el de despejarme, sí que hace que pueda notar mi olor a través de toda la suciedad que lleva horas echando raíces en mi piel. Puedo sentir que sigo viva, que respiro y tengo sangre caliente, y eso termina de darme la energía que necesitaba para saltar del techo del camión y coger mi casco que en un ataque de ira de esos que nacen de la falta de esperanza había lanzado lejos, muy lejos. Exactamente donde deseaba estar en realidad. Me lo pongo, me lo ajusto, y me doy la vuelta buscando a Juanfran, que sigue sobre el camión colocándose todos los arneses para tener bien atados a su cuerpo la bombona de oxígeno, el casco, las herramientas y la manguera. Al terminar, levanta una de sus manos y alza sus dedos índice y meñique en una clara alusión a la música que pusimos en nuestra boda cuando entramos en el comedor. Las caras de nuestros padres mientras sonaba Slayer a todo trapo fue un poema, pero lo importante es que no dejamos de ser nosotros mismos. Jamás hemos dejado de serlo y, me temo, siempre va a ser así.

─¿Vamos? ─le pregunto a Juanfran, a mi marido, a la persona al lado de la cual todo puede conseguirse, incluso apagar este puto fuego que nos amenaza y que está matando este lugar de ensueño al que una vez debimos venir.

─Desde luego, cariño. ─de un salto se pone a mi lado y enciende la manguera.

Mientras el agua a presión nos abre el camino a través de las llamas, y yo voy lanzando pequeñas ráfagas de agua a temperatura de -10ºC con mi mochila especial, no hay miedo ni tristeza en mis pensamientos, no hay ni muerte ni falta de futuro en mi alma, solo la seguridad de que pase lo que pase, se pierda lo que se pierda, la esperanza y la ilusión por la vida nadie nos la va a quitar, aunque se empeñen y se esfuercen con todas sus fuerzas en que así sea.

Las llamas gritan, nuestros corazones luchan.

Aquí estamos, y no nos vamos a rendir…

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