Cuando empiezan las campanadas.

Si alguien alguna vez me preguntase cual es la noche que más espero de todo el año, esa que hace que incluso un mes antes de que llegue no deje de pensar en lo que voy a hacer y llevar y con quien compartirla, si alguien me lo preguntara, ni de puta coña diría que fin de año.

Es que ni aunque me pagaran.

Siempre la he visto como una mezcla estúpida de:

  1. Alcohol/drogas
  2. Gente
  3. Alegría
  4. Ganas de follar con quien sea
  5. Familia

Así, por poner solo 5 puntos (creo que si me lo pongo como reto podría llegar hasta las 20. Pero no estoy ahora mismo con ganas suficientes) a destacar de una de las noche más aburridas, desechables e insufribles de todo el calendario. Y si a esta opinión se le añade el hecho de que todos los malditos años me obligan a conducir durante cerca de 3 horas solo para pasarla con mis tíos y primos en el pueblo más alejado y viejo de todo el norte de España, apaga y vámonos.

Las tradiciones, como las enfermedades, son algo de lo que no puedes escapar ni aunque te mueras en el proceso de intentar librarte de ellas. Siempre tienes las de perder y nunca, y lo repetiré en mayúsculas, NUNCA puedes esperar que tu voz sea respetada o, al menos, oída. Eres como una figurita de Belén que te colocan donde toca y, si te mueves, te acaban clavando o cambiando a un lugar donde te sea imposible escapar.

Y ese solo es el punto 5; aún queda el 1, 2 y 3, que se acaban uniendo como un coctel molotov dentro de un cristal de bohemia finísimo, y en cuanto al 4, bueno, no es algo que me haya costado nunca conseguir, pero este año no me ha quedado otra que tenerlo muy bien gravado en la memoria, sin que el nombre o la cara del elegido me importen; solo su polla. Y tampoco miraré mucho el parentesco familiar que me une con el portador de la polla en cuestión, porque si me diera por hacer eso no se la chuparía a nadie de este jodido pueblo. Es lo que tiene que tenga solamente 124 habitantes en época de fiestas.

Mi padre me desea que me divierta cuando salgo de casa, camino al pabellón donde se celebra la fiesta, única fiesta, de fin de año del pueblo, y le digo que vale; y pienso que te den por el culo, porque sé que el hecho de que me vaya es la excusa que tiene para empezar a beber como un loco con mis tíos, ya que teme que si se emborracha delante de mí yo me lancé al alcoholismo igual que él. Pobre, me digo, seguro que le daría un ictus si supiera la cantidad de borracheras que me he pillado en mis 29 años de vida.

Pobre hombre.

Que mal le sienta la viudedad.

He quedado con Jen y Qua, que son las únicas del pueblo con las que tengo contacto durante el resto del año, y a las que también obligan a venir el 31 de diciembre. Crecimos juntas en este pueblucho, y cuando tocó separarse para empezar a ir al instituto, cada una a la ciudad donde se trasladaron sus padres, nos prometimos no perder el contacto, la típica gilipollez que se dicen los amigos de infancia, pero a diferencia de lo que pasa en la mayoría de los casos, nosotras nos lo tomamos tan en serio que hasta el día de hoy seguimos siendo amigas. Empezamos con cartas, después con mensajes de texto, y ahora cae por lo menos un email largo por semana, donde nos contamos todo lo que nos pasa, ya sea bueno o malo, llegando a ser las únicas personas que sabemos los secretos más ocultos de cada una (como el papiloma que pilló Jen hace 3 años, el susto del embarazo que sufrí yo hace unos meses, o el lesbianismo de Qua, con el que su padre sufriría un derrame cerebral si se enterase).

Jen lleva un vestido muy corto de color rojo, claramente de verano y de putón, y Qua unos vaqueros de esos que parecen rotos y una camisa negra de manga larga con brillos purpuras. Yo he optado por una falta vaquera con unas botas sin tacón, y una camisa de tirantes muy escotada sobre la que llevo una sudadera, de cremallera, de Hatebreed.

−Cada día estoy más segura que eres de las mías –dice Qua, al ver cómo voy vestida. Cree que las sudaderas son cosas de chicos o de lesbianas. Para ser bollera a veces es muy clasista. −, y no lo digo como una queja.

Las tres reímos, pues los trastos que nos lanza Qua son algo que ya es típico en nuestra relación.

−¿Creéis que vendrá Pol? –pregunta Jen al tiempo que nos dirigimos al pabellón.

−Ni puta idea, ¿es al que vas a tirarte hoy?

−Es el plan. Seguro que es el único que lleva calzoncillos de marca, y no esas mierdas del C&A.

−Pues yo voy a por Kan –digo, así de golpe, esperando su reacción. −, le vi en las fiestas de septiembre y cada vez está más bueno.

Nos echamos a reír, pues Kan es el típico chico de pueblo al que le falta un hervor, que jamás ha salido de la región, y que la única relación con el sexo opuesto que habrá tenido en su vida debe ser la que todos los días mantiene con las berenjenas del restaurante de su madre.

Somos malas por reírnos de él, lo sé, pero en los pueblos es algo inevitable; como cagar detrás de un seto o beber hasta perder el conocimiento.

La música que escapa del pabellón es rock, y me gusta aunque no identifique el grupo, lo cual me hace tener ilusiones de que este año hayan contratado a alguien que sepa salir de lo que los 40 Principales dicta como norma, y tenga algo de Agnostic Front en los archivos del ordenador.

−Chicas, ¿recordáis el juego de este año? –pregunta Jen mientras se enciende un cigarro.

−Claro, y este año os voy a machacar.

−Sois muy hijas de puta, pero aunque me joda voy a ganaros –dice Qua colocándose las tetas lo más arriba posible.

Todos los años nos retamos a hacer algo en fin de año, y este, por ser el décimo aniversario de esta chorrada, hemos optado por algo especial. Cada una puso un reto en un papel las pasadas fiestas, y el que saliera sería el que tendríamos que hacer. La primera en conseguirlo, ganaba. ¿El premio?, fácil: no pagar absolutamente nada en todas las fiestas del pueblo del próximo año. Un dineral, vamos.

Yo puse “besar a Kan”, y Qua “la primera en beberse 10 cubatas”. Pero, claro, Jen tuvo que cruzar la línea y puso “la primera que se folle a alguien”. Y, bueno, salió su papel.

Tengo un par de caras en la cabeza, pero todas quedan borradas en cuanto veo al que pone la música este año. Lleva el pelo de punta teñido de un amarillo muerto, y tiene tatuado en el cuello la cara de Misfits. Su camiseta es del Ozzfest de hace 3 años, y sus vaqueros le van por lo menos 2 tallas más grandes, y me digo hoy se la chupo a ese, y después, lo siento chicas, pero el año que viene beberé gratis.

−Adiós, perdedoras –les digo a Jen y Qua, que me miran desde la cola de la barra con odio porque voy a tiro hecho. No hay nadie en el pueblo al que le guste el mismo tipo de música que a mí, y saben que a la hora de hablar de grupos y conciertos un brillo muy sexy aparece en mis ojos. Ese tipo de brillo que solo aparece en los enamorados y las personas que ven a su hijo por primera vez.

Podría detallar como me lo camelo, como hago que el dj no pueda apartar la mirada de mí, o como a los 10 minutos de estar bailando delante de él, de darme la vuelta para que viera la caratula del Supremacy de Hatebreed que hay impresa en la sudadera, le hago un gesto con la cabeza, hacia el lavabo, y él entiende lo que le digo y pone el tema Chlorine & Wine, de Baroness.

Tenemos 6 minutos y 51 segundos para nosotros.

Lo importante para empezar es una buena mamada, todo el mundo lo sabe, y aunque el hedor a meados y la comodidad no estén de mi lado, lo hago usando toda mi buenos trucos, para que en apenas 2 minutos ya tenga su herramienta lo más dura posible. Solo pasa 1 minuto antes de que él diga.

−Date la vuelta –yo me saco su palpitante polla de la boca y le miro a los ojos y le pregunto cómo se llama. −. Me llamo Yon.

Entonces vuelvo a su polla una última vez, y un estruendo me rodea y cierro los ojos, me saco lo que tengo de la boca y, mientras me tapo los oídos, empiezo a gritar.

Las paredes y el suelo tiemblan. Las desnudas piernas de Yon chocan contra mis brazos y entonces un calor increíblemente fuerte me rodea y me abrasa. Empiezo a sudar a mares, a gritar, y a agacharme cada vez más e, igual que vino, el ruido se va y un silencio que puede tocarse me rodea.

Con los ojos aun cerrados trato de decidir qué hacer. Tengo miedo a ver qué ha pasado, pero sé que si sigo ahí no puede pasarme nada bueno.

Así que separo los parpados, enfoco la polla de Yon y le miro.

Y vuelvo a gritar.

Como si una sierra monstruosamente grande hubiese encontrado el edificio, no hay más que cielo desde el pecho de Yon hacia arriba. La sangre no cae del cortado cuerpo del dj, que huele a como cuando te quemas los pelos de los brazos en una barbacoa. A ese pollo podrido que solo te puedes comer estando de resaca. No comprendo qué ha pasado, ni quién ha hecho que la parte superior del edificio haya desaparecido, así que después de un minuto decido levantarme y, una vez en pie, miro a mi alrededor. Todo el pabellón, desde mi cintura hasta donde las estrellas me miran extrañadas, ha desaparecido por completo, como si unas tijeras gigantes hubiesen mutilado aquel enorme edificio y todo lo que estuviera a su paso.

Joder, ¡Jen y Qua!

Abro la puerta del lavabo de una patada, ya que con mis brazos solo encuentro aire, y llego hasta la zona de baile, donde lo que me veo me obliga a vomitar. Todos los que apenas unos minutos estaban bailando y bebiendo se han convertido en medios cuerpos. Solo hay piernas y algún cuerpo sin cabeza, sin duda alguien que estaba sentado, abandonados en el suelo como colillas en la salida de un concierto. Me limpio la bilis que cuelga de mis labios y, dejándome llevar por mis piernas, sin apenas controlarlas, llego a donde estaba antes la pared que da a la plaza del pueblo, donde me topo con una postal difícil de creer pero que al tenerla delante no me queda más remedio que aceptar como real.

Un enorme cubo de metal, que flota justo encima de donde está el ayuntamiento, deja escapar de sus 8 esquinas unos rayos que cortan los edificios como si fueran mantequilla, y lo que queda separado de la base se convierte en una luz anaranjada que se mezcla con el aire y desaparece. Busco por las calles alguien más que esté viendo lo que yo; y los encuentro. Parecen hormigas yendo de un lado al otro, tratando de encontrar una explicación y un cobijo al mismo tiempo. No consigo reconocer a nadie; ni mi padre, ni mis tíos. Los rayos del cubo topan con algunos y hacen que sus partes superiores desaparezcan antes de que sus piernas caigan como troncos al suelo.

Parece algo sacado de una película apocalíptica, de esas que tiene más presupuesto en los efectos especiales que en el guión, pero no me rio porque lo que tengo delante está pasando de verdad.

A lo lejos me parece oír como la iglesia anuncia, campanada a campanada, que el nuevo año ha llegado. Y cuando llega la última una pequeña lágrima cae por mi mejilla buscando un abrazo que la haga dejar de temblar.

El año empieza de puta madre.

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