El monstruo que mató a mi madre
por Manuel Gris
Te voy a contar algo importante. Presta atención.
Mi padre se empeñaba en recordarme cada noche que había un monstruo debajo de mi cama. Sé de buena tinta que muchos padres lo que hacían antes de irse a dormir era rezar o cantar alguna canción, o incluso leerle un cuento a su hijo, pero el mío era un poco especial.
─Hijo ─decía siempre al despedirse de mí. ─, recuerda lo que te digo siempre ─en este punto yo siempre repetía sus palabras como si fuera el estribillo de una canción pop. ─: aquí debajo hay algo perverso, oscuro y monstruoso. Hay algo que se llevó a tu madre en su día, y debes vigilar siempre.
La muerte de mi madre es algo que nunca he tenido claro. Unos dicen que murió al nacer yo, otros que nos abandonó, y mi abuela siempre señalaba a mi padre como el culpable de todo (aunque tenía cerca de 100 años en la época en que la recuerdo, y entre ataque y ataque tosía y engullía píldoras de colores como si no hubiera un mañana), pero la versión de mi padre, que por lo que descubrí más tarde solo compartía conmigo, era esa y ninguna más: a mi madre se la había llevado un monstruo que vivía debajo de mi cama. Y punto.
Ahora tengo cerca de 40 años y unas patas de gallo en los huevos de aguantar tonterías bastante importantes, y por eso puedo asegurarte algo: mi padre tenía razón.
Ha sido la única persona en este podrido mundo que tenía razón en todo. Pero yo no lo descubrí hasta que cumplí los 15 años.
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A la semana de haber cumplido la quincena, y muy consciente de que a partir de ese momento debía comenzar a comportarme como un adulto, decidí que después de clase me iría a dar una vuelta por ahí, yo solo, sin ningún rumbo fijo y con la única finalidad de descubrir que me deparaba el mundo. También era una excusa para comer golosinas sin que nadie me las robara y hacer mis pinitos en el mundo del fumador compulsivo, pero eso son detalles sin importancia.
Una de aquellas tardes, en la que tenía como única finalidad fumarme un par de Camels y comerme medio quilo de gusanos de goma, acabé, sin que pueda recordar muy bien cómo, en el porche de la casa de un anciano al que todos llamábamos El Caca. Su apodo venía del rumor de que siempre olía a mierda porque llevaba pañales, y solo se los cambiaba antes de irse a dormir, pero curiosamente nadie le había visto nunca en la calle y ni tan siquiera había una descripción clara de su imagen; simplemente era El Caca, y a otra cosa. Así que ahí, posiblemente en el lugar menos indicado para fumar y comer golosinas, me senté con todos los huevos del mundo y empecé a pensar en mis cosas, como si conseguiría algún día darle un beso a una tal Jasmina (una cuatro ojos bastante marimacho pero con un par de buenas tetas) o si aprobaría el examen de matemáticas del día siguiente (que al no haber estudiado nada, estaba clara la respuesta).
En un momento dado, cuando me estaba encendiendo mi segundo pitillo, un crujir de madera nació a mi espalda, haciendo que se me erizaran todos los pelos del cuerpo y mi corazón, lo juro, se parara. Daba por hecho que todo lo que se contaba de El Caca era falso, o quizá era cierto pero llevaba muerto cerca de dos siglos, y entonces el segundo crujir de tablas de madera, claramente del suelo, logró convencerme de algo que hasta ese momento creía que formaba parte de mi cabeza infantil: tenía alguien detrás de mí, y se acercaba.
Con un valor que no supe de donde salía, y todavía con los cojones por corbata, decidí darme la vuelta y luchar contra lo que fuera que estaba ahí. A día de hoy supongo que esos cojones los saqué gracias a mi padre y sus historias, por las que le había perdido el miedo a los monstruos extraños, y en lugar de imaginar un fantasma o alguna clase de animal salvaje mutante detrás de mí, pensé: Qué coño, seguro que es un viejo con pañal que solo quiere que me vaya, así que me giré y le vi.
─¿Qué estás haciendo aquí? ─dijo…
El Camel se me calló de los labios en cuanto mi boca se abrió y comencé a gritar de terror ante la imagen que tenía delante. Mis piernas temblaron y mis manos se agarrotaron pero, en un segundo, mis energías volvieron a sus músculos y me puse en pie y comencé a correr en dirección a mi casa, a una velocidad tan supersónica que lo más seguro es que dejase surcos de fuego a mi espalda.
Mi corazón bombeaba a todo hostia sangre en cualquier dirección, mientras mi cerebro archivaba para siempre aquel horror. Supe al instante que jamás volvería a dormir, que me había vuelto completamente loco, pero sobre todo supe por primera vez en mi vida que mi padre, después de todo, no era tan imbécil como creía.
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Con la excusa de una gripe, que fingí a las mil maravillas corriendo por mi cuarto cuando estaba solo y metiendo el termómetro en la lámpara como había visto en la película E.T., me quedé casi 15 días encerrado en mi cuarto cagado de miedo. No tenía ganas de volver al mundo ni de relacionarme con nadie, y estaba seguro de que aquella cosa que vivía en casa de El Caca se habría enterado de quién era y dónde vivía.
No sé explicar por qué, pero lo sabía.
Lo peor de todo no fue saber que esa tontería de que había un monstruo debajo de mi cama era cierta, porque aquella cosa solo podía ser eso, sino el hecho de que vivía en mí pueblo. Siempre había pensado que, de existir, habría un mundo de los monstruos (sobre todo por la malísima película que había visto hace poco, la de Chicos Monsters), pero al haber visto a uno en persona, al haberle olido y casi ser tocado por uno, sin contar con el hecho de que era propietario de una casa mucho más grande que la mía, me hacía sentir muy inseguro y en constante peligro. Pero mi habitación me protegía, y mi padre, a su manera, también.
─¿Quieres otra bola de helado?
─No.
─Otro trozo de pizza, ¿sí?
─No.
─¿Quieres que te suba el video y la tele a tu cuarto?
─N… Sí.
No sé si era un mal padre, el mejor del mundo, o tenía un sueño incumplido de enfermero servicial, pero me relajaba saber que siempre estaba atento por mi bienestar y, por supuesto, vigilando porque nadie me molestara. Y eso incluía al monstruo que casi me comió en aquel porche.
Pero la felicidad es algo que solo dura cuando no pensamos en ella, y con la misma facilidad con que se derrite la nieve la mía acabó, y encima me escupió en la cara. Pero lo peor no fue volver a la realidad, esa que me iba susurrando cada minuto que algún día tendría que salir a la calle de nuevo, sino que encima mi padre pareció ponerse del otro bando, y entonces sí que me sentí en peligro.
─Hijo ─siempre empezaba las frases igual, como si necesitara recordarse a sí mismo que yo era su hijo o hacerme saber que él era mi padre. ─, ha venido a verte tu profesor de ciencias.
Primero me extrañó mucho que el señor Moco (le llamábamos así porque una vez vino a clase constipado y se pasó toda la clase con un enorme moco brillante y verde colgándole de la nariz. Por descontado, ninguno le avisamos) me viniera a hacer una visita, porque no era ni el mejor de su clase y, a decir verdad, no recordaba cuando había sido la última vez que había ido, pero cuando una de sus manos asomó por la rendija de la puerta y empezó a empujar, y cuando sus dedos mutaron hasta convertirse en los mismo que trataron de cogerme delante de la casa de El Caca, supe que mi padre estaba en el ajo y que, ¡joder!, estaba en problemas.
─Tranquilo ─decía el monstruo a sus espaldas, por encima del hombro en dirección a mi padre. ─, no hace falta que me traía café. Es más, prefiero que no nos moleste durante un rato, que tengo que contarle qué deberes tiene pendientes.
Rece porque mi padre dijera algo inteligente, lo que fuera, pero por desgracia al final dijo:
─Ponga el pestillo mejor, que seguro que se me olvida y les interrumpo ─gracias… papá.
Las garras de aquella bestia giraron el pestillo y me encerraron en aquel cuarto que hasta hacía un minuto era una especie de santuario. Ahora se había convertido en una jaula de la que solo podía salir uno con vida.
─Primero ─comenzó a decirme mientras adoptaba su verdadera forma; la misma con la que le había conocido. ─, ni se te ocurra gritar, porque odio los gritos de los niños.
Callé, ¿qué más podía hacer?
─Bien ─me apremió. ─. Ahora vamos a hablar tú y yo un segundo, porque estarás de acuerdo conmigo en que aquí tenemos un problema muy grave.
Al sentarse en mi cama crujieron los muelles del colchón y yo salí despedido por los aires como los trapecistas del circo, pero tuve “suerte”, porque él me cogió por el aire con sus dos monstruosas manazas y me colocó delante de su peludo hocico, que olía a esos calcetines mojados que se olvidan al final de una bota abandonada al fondo del armario.
─No sé cómo es posible, pero puedes verme, y eso no es algo bueno para ninguno de los dos. Quizá sea porque eres de los nuestros y no lo sabes, o simplemente porque eres de esos tarados que ven diferentes realidades al mismo tiempo, pero eso a mí me la suda por completo. Lo único que me importa ─pegó mi nariz a la suya, que estaba ardiendo y empapada al mismo tiempo. ─, es que no seas un puto problema para mí. ¿Comprendes? ─asentí por inercia, sin pensarlo mucho. ─. Bien. Muy bien. Sé que da igual qué te explique o los detalles que te dé, eres demasiado pequeño y acabarás borrando todo esto por simple supervivencia. Creerás que es un sueño o alguna mierda por el estilo. Pero hasta que eso ocurra quiero que te quede algo bien clarito: yo no existo, y eso significa que no quiero verte ni a dos metros de mi casa, porque no sé si te has dado cuenta ─se acercó a mi escritorio y, con la mano que me soltó, agarró mi silla y la levantó sin muchos problemas, para después aplastarla entre sus dedos del mismo modo que yo había hecho mil veces con los caracoles que encontraba en el patio trasero del colegio. ─, pero puedo destrozarte sin demasiados problemas; y puedes apostarte lo que quieras a que lo haré.
La amenaza surtió un efecto instantáneo, y mientras me hacía pis encima de puro terror asentí nervioso con lágrimas empapando sus peludas garras, que poco a poco se volvieron humanas mientras se acercaba a la puerta y descorría el pestillo.
─Recuerda, chaval: déjame en paz.
Y se fue, para siempre.
Nunca más volví a verle; que no quiere decir que no viera a ninguno más
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Aquel episodio, como bien me había dicho, había acabado siendo una especie de extraño sueño, algo así como un recuerdo borroso pero muy fuerte que se alojaba en mi cabeza cada día. Seguí con mi vida y acabé el colegio y fui al instituto, y después a la universidad. Más tarde un trabajo, una mujer, tres hijos (dos de ellos mellizos), pero aquel capítulo de mi vida continuaba en algún lugar de mi cabeza igual que suelen estarlo la primera vez que se besa a una chica o cuando se pierde la virginidad. Era algo que formaba parte de mí, de mi carácter y de mi forma de ser, y que finalmente volvió a mi vida el día que me llamaron del hospital.
─Su padre ha tenido un accidente ─la nerviosa voz de la enfermera me explicó que alguien había atropellado a mi padre mientras cruzaba de camino a su parque favorito, y que estaba bastante grave.
Sin llamar a mi mujer, sin saber bien porqué, anuncié en el trabajo lo que acababa de pasar y salí corriendo hacia mi pueblo. Hacía años que no aparecía por allí, añadiré que por petición directa de mi padre que quería, palabras textuales, Estar tranquilo, pero aquello era una emergencia, no podía dejarle morir solo. Por muy mal padre que hubiese podido ser, la muerte es algo que une a las personas de un modo que nada en este mundo puede imitar; y no saques el tema del amor, que entonces me pondré a reír.
Llegué en un tiempo record y fui directo a la habitación que me habían dado por teléfono. Fue verle y caérseme el mundo a los pies. Tenía las piernas y los brazos enyesados, y media cabeza cubierta por vendas, porque como me explicó la enfermera que apareció, el cabrón que le había atropellado iba a toda hostia, y mi pobre padre había salido volando como una hoja seca, y se había roto del mismo modo.
Pedí que nos dejaran a solas, y cabizbaja lo hizo.
─Papá ─le susurré con ganas de que se despertara aunque fueran dos segundos para que supiera que estaba ahí. ─, estoy aquí. No tengas miedo…
Por increíble que parezca él se despertó. Abrió el ojo que tenía al aire y me miró asombrado.
─Hijo ─podía envejecer, pero las costumbres jamás cambian. ─, ¿estás aquí solo?
─Sí ─contesté algo extrañado por la pregunta.
─Bien… ─y ocurrió, te lo juro.
Y todo, me cago en la puta, cobró sentido.
Los dedos que le asomaban de la punta de los yesos empezaron a crecer sin sentido y a cubrirse de un pelo que me resultaba demasiado familiar como para asimilarlo, pero fue el morro, y el olor de su aliento, al volvérsele peluda la cara lo que me hizo retroceder hasta la puerta, que cerré con el seguro.
─Pero me cago en la p…
─¡Hijo! ─rugió aquella puta bestia en la que se había convertido mi padre. ─, ¡no digas tacos!
─¡No me jodas, papá!, ¿¡qué coño pasa aquí!?
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Vale, veamos como explico esto sin parecer un puto loco….
Lo que suele llamarse mundo u hogar, que es lo que da tranquilidad, seguridad o cobijo, lo siento, pero no es nada de eso. Nunca lo ha sido. La sociedad vive dentro de una mentira cubierta de papel pinocho embadurnado de perfume, con tantos colores y aromas que es imposible adivinar qué se esconde detrás. Qué tienen delante.
Yo, ahora, lo sé, igual que lo sabía mi padre y tú, hijo mío, lo intuías.
No somos humanos, al menos en el sentido estricto que da el diccionario de la palabra, pero tampoco somos monstruos. En realidad, para que me entiendas, somos como esos perros a los que llaman chuchos y que la gente adopta en las perreras para sentirse bien con ellos mismos. Hace muchos años uno de nuestros antepasados decidió que era buena idea violar a las campesinas en lugar de comérselas, y como es sabido que el sexo lo mueve todo, pronto todos siguieron la senda del genio. Pero, claro, todo cambio a partir de ahí.
Desde entonces los “monstruos”, como nosotros, hemos aprendido a camuflarnos, a veces inconscientemente cuando se es muy tranquilo, mediante técnicas morfológicas que pueden hacernos parecer humanos, pero que nos hacen sentir más débiles y taciturnos debido a la energía gastada para ello. Lo que pasa es que con el paso de los años, cuando envejecemos, esa energía es mejor usarla en otros menesteres; como estar vivos. Yo, hasta que lo supe, solo me transformaba en mi verdadera forma mientras dormía, cosa que tu madre catalogaba como Ya ha vuelto a dormir el perro en nuestra cama, ¡mira como está todo lleno de pelos!, pero como ella es 100% humana, como lo era mi madre, nunca debemos decírselo.
El abuelo hace años que murió, que ya le tocaba con los 478 años que me dijo que tenía, pero en aquella habitación de hospital, 20 años antes de morir, después de que me aclarara lo que éramos, me dijo algo que nunca olvidaré:
─Hijo ─de nuevo ─, jamás le des la espalda a lo que eres, nunca lo niegues como yo he hecho contigo por la culpa que me corroía de haber matado a tu madre en una noche de pasión, en la que te dormiste profundamente y, bueno, tuvimos que aprovechar el momento. No dejes que la mentira sea tu guía en la vida. No dejes que tus hijos crezcan engañados.
Y por eso, hijo, no me enfado porque le hayas arrancado de cuajo la pierna al hijo de los vecinos. No estoy enfadado. Pero, para próxima vez, acuérdate de algo: las pruebas pueden acabar algún día con nosotros.
¿Entendido?
─Sí, papi.