por McArzur Broder

Antes de entrar en el domicilio de Lulo, el sagaz perro que antaño fue considerado el mejor trompetista canino del mundo (hay que señalar, sin querer herir a nadie, que él fue el único participante del certamen), solo puedo pensar en que la agenda de entrevistas se va a ver afectada debido al problema que he tenido esta mañana con Juala, la que debería haber sido la entrevistada de este artículo.

Pero la vida de los deportistas es dura, y si el entrenador de la protagonista del show, que se trataba de una fiel recreación de lo que fueron sus vidas, Juala y Xexio, dice que la heroína de la serie no puede moverse de la cama por una indisposición me debo a mi trabajo y sigo con los siguientes de la agenda.

Mañana ella estará mejor. Me lo prometieron.

El timbre de la mansión donde vive Lulo, cuya entrada principal está adornada con 6 columnas que emulan las trompetas de los más famosos trompetistas del mundo, es la introducción del tema “A mi manera” de Arturo Sandoval, posiblemente el mejor trompetista cubano, y de los mejores que jamás haya habido.

Me abre la puerta un bulldog enano vestido de camarero que luce un parche en su ojo derecho. Un minúsculo colmillo se clava en su labio inferior cuando trata de sonreírme, y pregunta si puede ayudarme en algo. Le entrego mi tarjeta, porque nunca he sabido que decir a la hora de presentarme a un perro, y le digo que Lulo me esperaba mañana, pero que al final podíamos hacer la entrevista hoy. Su respuesta son solo dos palabras, un momento, seguido de un portazo.

Tras 2 horas vuelve a abrirse la puerta justo en el momento en que estoy miccionando detrás de un seto, y me dice el bulldog que Lulo me está esperando en la sala de música. Le doy las gracias, y la bolsa de Carrefull que he usado para recoger los excrementos que deposité hace 45 minutos.

Si voy a estar con perros, debo comportarme como tal. Así me ganaré su estima.

Tras perderme 2 veces por los suntuosos pasillos de la mansión, llenos de cuadros y estatuas en las que Lulo, de un modo u otro, es siempre el protagonista, consigo encontrar la monumental sala de música. Adornada con frescos del siglo XVI (me lo dice el bulldog que me ha seguido en todo mi paseo) que cubren cada centímetro de las paredes, hay tantos instrumentos, entre de exposición y colocados en atriles y soportes, que más parece una tienda o un museo que solamente una colección privada. Y, en el centro, sentado en un sofá rojo, tan rojo que duele, está sentado Lulo. Su cuerpo está cubierto por una bata de terciopelo purpura con una L bordada en el lado izquierdo, y sonríe con una cercanía que hace callar todos los rumores, de amigos y de familiares y de todo el que alguna vez ha estado en una entrega de premios o boda o en la misma sala de cine que él, que le tachan de prepotente, creído, clasista y algo excéntrico.

Y entonces me dice que me siente, señalando un cojín raído y con olor a orines que está a su derecha.

Tras descubrir que no es una broma, y sentarme y notar humedad atravesando el pantalón y llegando a mis nalgas, le digo que espero que no le importe que haya adelantado un día nuestra cita. Me contesta que no pasa nada, porque ha aprovechado el día para componer con su banda, y que un descanso no le irá nada mal. La alegría me llena el corazón al saber que vuelve a tener un grupo, y que su música, galardonada con todos los premios existentes, y un par de docenas que el propio Lulo se inventó, volverá a tener alas más allá de la época de solista que siguió a su más famosa banda, aquella que fue protagonista de 26 episodios documentales que repusieron hasta la saciedad en nuestras televisiones tras aquel lejano 1.989: Los TrontaMiusics.  

Abandono por un bien mayor todas las preguntas que tenía pensado hacerle y me centro, disimulando mi ilusión, en su nuevo proyecto musical: ¿de qué se trata?, ¿sacaréis un disco?, ¿quiénes le acompañarán? ¿Volverán a salir en la televisión todas sus aventuras.

Su respuesta es un sonoro Sí, sin especificar a cuál de las preguntas está respondiendo, seguido de una invitación a verle tocar, pues, apunta, se nota que eres un gran admirador y estoy seguro de que ver te ayudará más a comprender mi nueva obra que oírme hablar de ella.

Mi corazón no cabe en el pecho.

Le sigo por una escalinata de piedra que nos lleva más allá del segundo sótano, y nos detenemos delante de una puerta de madera con claras muestras de moho y olor a podrido, que se abre después de que Lulo introduzca en el ojo de la cerradura una brillante llave de oro.

El chirriar de las bisagras solo es una mínima molestia en comparación a la pesadilla que me encuentro dentro de la sala.

Cubierta de espumas especiales para amortiguar el sonido por paredes y techo, la habitación es un local de ensayo de 10 por 10 metros donde, como si donde estamos Lulo y yo fuera el lugar donde está el público en un concierto, los instrumentos y sus músicos nos miran. Y los reconozco a todos.

Imbécil, el burro bonachón y simpático que siempre se reía, está sentado detrás de la batería con un grillete colocado en el cuello y en la cintura, que sangra lentamente, tiene un gran soporte que le rodea con forma de U, donde las puntas de la vocal acaba en cuchillos afilado que va cortando al pobre animal con cada respiración. Si trata de salir de la vertical, el corte será mortal de necesidad y sus tripas acabarán en el suelo.

A nuestra derecha está Buzón, el pícaro gato saxofonista, del que lo último que se supo es que se había retirado a New York para ser un músico de jazz underground, sentado en una silla de ruedas. Sus piernas están amputadas a la altura de las rodillas y las vendas que las cubren tienen un extraño color amarillento, con bichos que pasean de un lado al otro sin control. Los ojos del minino están casi en blanco, y unas ojeras oscuras como el culo de M.A. Barracus cubren sus mejillas. Su viejo saxofón está unido a su mano izquierda mediante clavos.

Aún sin entender lo que pasa llego a mi izquierda donde no identifico lo que veo en un principio; hasta que dejo que el olfato me ayude en tal labor. El aroma a pollo frito me da pistas de cuál ha sido el destino de Kiko, el elegante y ligón gallo de color rojo que tocaba la guitarra en el show, y su tono sigue siendo el mismo, con la diferencia de que esta vez no es cosa de su plumaje, sino de la salsa barbacoa que cubre su fallecido y cocinado cuerpo, adornado con una guitarra eléctrica que está introducida por su horneado recto. Está presentado encima de una bandeja de plata con adornos renacentistas en sus asas. Le encantaría a mi suegra.

Lulo sonríe y me dice que qué me parece que el grupo se haya vuelto a unir. Que están todos ansiosos por salir de gira. Le contesto que es asombroso, que no quepo en mí del asombro; y no le mentí.

Se acerca a una tarima, situada en el centro de la sala y a unos 15 centímetros elevada del suelo, y se quita la bata, mostrándome un cuerpo desnudo cubierto de cicatrices, unas bien y otras mal cicatrizadas, que tienen toda la pinta de haber sido auto infligidas. Coge la trompeta que descansaba en el suelo, junto a él, y dice en voz alta empecemos desde el principio, y cuenta uno, dos, uno dos y tres.

La música que me rodea es lo más parecido al infierno que he oído jamás. Un amasijo de ruidos y de gemidos de dolor y agonía que se meten en mi cabeza y me obligan a pensar en el suicidio, hasta el punto de que lo deseo con todas mis fuerzas. Pero a Lulo parece gustarle el resultado de ese cuarteto, sí, cuarteto, porque aunque Kiko esté más muerto que la vagina de una octogenaria sus patas están conectadas con una batería de coche, y cada pocos segundos la electricidad que recorre sus deliciosos muslos hacen que la guitarra expulse notas sin sentido ni orden, dejando a la altura del betún al Hendrix más psicodélico.

Mi cabeza está a punto de estallar, y decido escaparme de allí fingiendo que me están llamando por el móvil. Lulo me hace una señal, dándome permiso para excusarme del ensayo, y una vez cruzo el umbral de la puerta comienzo a correr como si no hubiera mañana, atravesando pasillos y salas y, justo antes de alcanzar la calle, dándole una patada al bulldog camarero justo cuando me dice espero volver a verle pronto.

Ahora, aquí en mi casa, escribiendo esto, solo puedo pensar en aquel horror en el que Lulo ha colocado a sus compañeros, llevado únicamente por el amor a la música y las ganas de vivir de nuevo aquellos tiempos de gloria, que jamás volverán.

La locura es algo tan silencioso que puede alcanzarnos sin que nos demos cuenta, y supongo que ser un ídolo de la infancia de toda una generación es algo que muy pocos pueden llevar en la mochila de la vida, esa que no deja de llenarse de sueños incumplidos y esperanzas de un futuro mejor.

Y que al final nos rompe los huesos de las piernas.

Y caemos.

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